Diario de un hombre a dieta | Ver más »
Edición de hoy 15/05/10 - El Mercurio (Chile)
"Hola. Me llamo Werne. Tengo 36 años, mido 1,65 y peso 89,1 kilos. Técnicamente, soy un obeso. No sé cómo voy a salir de esto". Revista "Sábado" le pidió a un colaborador que siguiera la dieta y las ordenanzas alimenticias ortomoleculares del doctor Laurent Chevallier, el hit del momento en Europa, en un "Súper size me", pero al revés. Este es el resultado.
Por Werne Núñez
Es lunes. Despierto y veo la foto de un desayuno de campeones promedio flotando en mi mente: café negro, extra fuerte, una marraqueta con mantequilla, huevos revueltos, jamón y queso crema. Un juguito. Hace bien tomar juguito. Un cigarro en la terraza y es un nuevo día. Las dietas comienzan los días lunes. Despierto, otra vez.
Ahora miro a la crueldad a los ojos. Desde hoy, mi realidad matinal se llama "lechada". Un licuado en base a agua, dos cucharadas de semillas de sésamo sin tostar, diez almendras y media nuez que dejé remojando toda la noche. Beber sin colar. Un plato con un pepino y un puñado de maravillas peladas. ¿Quién come frutas y granitos y semillas en las mañanas? Yo. Es lunes, soy un hámster y tengo hambre.
Comienzo esta dieta ortomolecular diseñada por especialistas chilenos a la medida de mis actuales deficiencias biológicas y futuras enfermedades. Es ortomolecular porque sólo comeré alimentos que bioquímicamente corrijan y mejoren las funciones de mi organismo, adaptando las recetas del médico nutricionista francés Laurent Chevallier, autor de Mes 51 ordonnances alimentaires, el último hit entre modelos europeas, señoras gordas y tipos disconformes con el desarrollo de sus pechuguitas, por ejemplo. Ellos convirtieron al doctor Chevallier en un super ventas y una celebridad con delantal.
Chevallier habla de los alimentos como medicamentos y define en cuatro letras el significado de lo que ven sus ojos en los pasillos de un supermercado: "Puaj". Chevallier está de moda, pero no es un aparecido. En 2008 publicó el libro Imposturas y verdades sobre los alimentos, y se ubicó en la lista negra de la industria alimentaria, con un discurso de terror sicológico que no inventó, pero que sí reorganizó:
"Los alimentos que usted compra en el supermercado contienen productos químicos desconocidos. Debe desconfiar de los efectos de ciertos productos que abusa la industria: aromas, colorantes, conservantes, emulsionantes, espesantes, texturizantes, aumentadores del gusto, agentes de rebozado, edulcorantes, estabilizadores y pesticidas. Nuestra alimentación se ha transformado más en estos últimos cuarenta años que en veinte siglos. Los niños criados con cornflakes, papas fritas y bebidas frente a la tele, se acostumbran al sabor químico y son los enfermos del futuro". Y ha concluido un par de verdades: "Si lee demasiados ingredientes en la etiqueta de un producto, déjelo. Es veneno".
Chevallier es mi copiloto. El holograma del maestro espiritual que todo hombre a dieta necesita para emprender el tortuoso camino al éxito. Nunca quise hacer una dieta. En mi cabeza, no estoy a dieta. Estoy trabajando en un "Súper size me", pero al revés: pasar de guatón tóxico a mino saludable en un mes. Es con dolor. Es masoquista. Las razones por las cuales mis editores me eligieron para esto son evidentes. Ver fotos, por favor.
Como, luego existo, es 51 ordonnances alimentaires no se trata de una dieta milagrosa para adelgazar sin fármacos ni ejercicios y en poco tiempo. Adelgazar es una consecuencia, no es el objetivo, me entero. Lo que hace el doctor Chevallier es organizar distintas combinaciones de alimentos, cuyo consumo en dosis específicas adaptadas a cada individuo, pueden curar más de cien patologías humanas. Cáncer, alzheimer, depresión, acné, crisis de pánico, diabetes, colon irritable, obesidad, caries, artrosis, disfunción eréctil, cólicos, bronconeumonía, aplasia medular, diarrea crónica: enfermedades de verdad. La comida como medicina, no sólo como fuente de nutrientes. Suena novedoso, pero no lo es. Hipócrates lo decía 2.400 años atrás.
La alimentación ortomolecular es un concepto que acuñó, en 1968, Linus Pauling, un genio que se obsesionó con investigar los efectos bioquímicos de las vitaminas sobre su organismo enfermo. Hoy es el nombre de una corriente que se basa en el convencimiento de que si a cada organismo se le proporciona una concentración óptima de micronutrientes viviríamos en un mundo sin enfermos.
"Esta información no es conocida porque es antisistémica. Ha sido cuestionada y relativizada por la industria alimentaria. ¿Imaginas lo que pasaría si la gente comienza a alimentarse correctamente y deja de enfermarse? La enfermedad es afín al sistema. La única certeza científica que tenemos es que la comida es responsable de la mayoría de nuestros males", me dice Ricardo Vicens, osteópata, sicoterapeuta biocéntrico y uno de mis partners profesionales en esta cruzada, mientras pega en mis sienes los electrodos del sistema de balance osteo-órgano-funcional, D.D.F.A.O., escáner diseñado por los rusos en 1990 para medir las modificaciones de los niveles bioelectrónicos estructurales y diagnosticar el funcionamiento de los órganos del cuerpo de sus cosmonautas.
Es que no es llegar y hacer una dieta ortomolecular. Antes de desayunar semillas y llenarse con lechuga, hay que asesorarse con expertos. En 1998, bajé de 82 a 58 kilos en cuatro meses, con una dieta que descargué de internet y que terminó la mañana en que me desmayé en el Paseo Ahumada. Este bio-escáner es una medición ordenada por la nutricionista Nelba Villagrán, como examen complementario al convencional, de sangre y orina, que me hice hace un par de días en un laboratorio clínico. Mis partners pro analizarán los resultados de ambos, y basados en esa información, adaptarán las ordenanzas de Chevallier a una dieta personalizada que, en treinta días, provocará efectos positivos en mi salud.
Ahora pongo pies y manos sobre placas metálicas conectadas por cables al sistema captador-analizador, o electrosomatograma. Cinco voltios se descargan durante cuatro minutos en mi cerebro y, de pronto, una gráfica en 3D de mis órganos internos aparece girando en la pantalla. Hay órganos celestes, otros son amarillos, y otros, rojos. Se abren unos gráficos de colores. Vicens los mira en silencio.
Nelba Villagrán es presidenta del Colegio de Nutricionistas de Chile, y lleva décadas promoviendo entre sus pacientes y alumnos la alimentación ortomolecular. Me ofrece agua sin gas y almendras. Nelba se curó una alergia crónica sin tratamiento médico. Dejó de tomar leche, por ejemplo.
El tercer examen y final consiste en pararme sobre una balanza ultra tech que medirá mis índices de masa corporal, porcentaje de grasa visceral y edad metabólica de mi cuerpo. El cuerpo tiene su propia edad. Mediré mi cintura y cadera para saber si estoy en un grupo de riesgo. Antes debo cumplir una tarea para la casa de alto impacto sicológico: escribir la lista de todo lo que comí en los cinco días previos a los exámenes, sin saltarme detalles. Una polaroid de mis hábitos alimenticios. La lista es el reflejo gris azulado de mi alma en el fondo de un plato grasiento olvidado en la sucia barra de una fuente de soda:
Más de quince panes con algo, dos chacareros, un barros luco, dos hamburguesas, trozos de carne roja, chorizos y un montón de mostaza, ají en pasta y ketchup. Un plato de pescado y otro de carne cruda con limón. Medio kilo de arroz, dos presas de pollo, dos pastelitos, una porción de helado, seis huevos con aceite, un plato de ravioles a la bolognesa, y 200 gramos de jamón. Papas. Varias cucharaditas de manjar, bolitas de mantequilla, chocolate, salames, aceitunas, maníes, canapés y empanaditas de cocktail. Más queso. Hojas de lechuga, quínoa, dos paltas, jengibre, wasabi y salsa de soya, también. Una vez comí una fruta. 35 cafés dobles, cuatro litros de cerveza, un litro y medio de vino, seis piscolas, un sour, tres whiskies, dos copas de champagne y definitivamente siete cigarrillos sin filtro. Así no más vengo.
Mañana es lunes y comienzo la dieta. Hoy es domingo y acabo de recibir el análisis de los exámenes. El diagnóstico no es una linda postal:
Hola. Me llamo Werne. Tengo 36 años, mido 1,65 y peso 89,1 kilos. Estoy pasado en casi treinta. Técnicamente, soy un obeso, no un gordito. Mi cuerpo tiene la edad metabólica de un vejete de cincuenta. Mi porcentaje de grasa visceral es peligroso; mi tejido adiposo, vergonzoso. Mis 104 centímetros de cintura y 103 de cadera, y mis niveles de insulina y colesterol me matriculan automáticamente en el club de los ñoños con riesgo de infarto y diabetes. Mi serotonina y dopamina están bajando y se supone que estoy con una depresión leve y una emotividad aumentada vinculada a un problema antiguo. Mi hígado está estresado y mi páncreas es disfuncional. Un pulmón está fallando de tanto fumar sin filtro. Tengo los intestinos inflamados y la carótida izquierda, afectada. Una incipiente hipertensión. Estoy moderadamente deshidratado, también. El resto de mi cuerpo está súper bien, gracias.
No sé cómo llegué a esto. Miento. Lo sé perfectamente.
Rico tu brócoli
Hay nuevos mandamientos en estas lejanas tierras ortomoleculares. Mi dieta consiste en cinco combinaciones diarias en base a frutas, todas excepto dátiles como plátanos y piñas; y verduras orgánicas y raíces, siempre crudas. Harto ajo y arándanos. Agua, semillas de sésamo y linaza, germen de trigo, levadura de cerveza, lecitina de soya y algas marinas como cochayuyo, luche y nori. Frutos secos, muchos higos, ciruelas, damascos, almendras, nueces, avellanas y maní con cáscara. Avena natural, huevos duros, pescados pequeños. Aceite de oliva extravirgen, de sacha inchi y de colza, sólo en ensaladas. No existen frituras en este submundo. Buscar el Omega 3. Buscar la fibra.
Las legumbres reemplazan a las carnes. Adiós lomo vetado a lo pobre. Adiós choripanes. Hola tofu, carne de soya y otras asquerosidades como brotes de alfalfa y brócolis. Arroz integral, un poco. No más papas. No más pastas. No más pizzas. Una rebanada de pan negro con multigrados por día. Adiós sanguchitos ricos. Un par de copas de vino tinto y un vaso de cerveza por jornada, máximo. No más piscolas. Té verde, rojo Puh Er y de Rooibos, y agüita de menta y jengibre para la sed. Un café de grano al día. No más azúcar. No más tortas de tres leches. Miel y stevia rebaudiana líquida para endulzar, extraída de una planta paraguaya conocida como el azúcar de los diabéticos. Hacer deporte, por favor.
Para apurar los procesos, los profesionales me han recetado tomar nueve cápsulas complementarias diarias con: L-tirosina, vitaminas B12, B6, B3 o Niacina, C y E; L-cartinina, L-glutamina y L-triptofano; magnesio, zinc, calcio y silimarina. Compro los alimentos y complementos en ferias, farmacias y tiendas orgánicas en las que los que atienden hablan suave y sonríen.
Para estimular la libido debo comer cinco porciones de frutas y verduras diarias, y cinco de pescado a la semana. Cítricos, perejil, pimienta, pimentones y ajíes. Menta, tomillo y romero. Para la memoria, más frutas y verduras con vitamina E. Almendras, nueces, avellanas. Anchoas y sardinas. Ensaladas verdes con aceite de oliva, mucha agua y té verde. Quínoa y garbanzos. Cúrcuma. Para mi depresión galopante, adivinen: más verduras y frutas, higos secos, ciruelas y nueces, comida de rehabilitado, y mucha agua mineral. Té rojo. Porotos y lentejas. Harto pescado y cinco huevos por semana.
La leche, en todas sus formas, no es bienvenida. El organismo no está diseñado para sintetizar apropiadamente otra leche que no sea la humana, dicen. También que una porción de cochayuyo aporta diez veces más calcio que un vaso de leche.
Tengo nuevas obligaciones: pelar pomelos, licuarlos y tomarlos en ayuna. No comer frutas como postre. Mirar y masticar lentamente el alimento. Memorizar nuevos venenos: azúcar blanca, sal, harinas, cereales refinados y todo lo que los contenga. Ojo con el alcohol y las bebidas, las carnes y aceites. La centolla sin centolla, los nuggets de pollo, los embutidos cien por ciento algo. No sabes lo que estás comiendo. Esta dieta no recomienda consumir alimentos con los conservantes químicos entre el E-200 y E-297. Ojo con los alimentos envasados en plástico: algunos de sus componentes se relacionan con el aumento de peso. Ojo con los productos light: actúan como señuelos para el cerebro y desencadenan un sobreconsumo compensatorio. Ojo con los edulcorantes y sacarinas. Ojo con las etiquetas que digan: "Grasa parcialmente hidrogenada". Todo es sospechoso. Todos los días serán un maldito lunes.
Mi vida ortomolecular
Día 10 soy feliz. Mi mujer lo es. Estoy a dieta, y en su mente, el hombre sin guata que soñó, finalmente comienza a hacerse real. Ella desayuna café con leche, tostadas con mantequilla y huevos. La miro fijamente. Anoche me despedí de mi vieja y querida costumbre de comer lo que venga, con un asado y una piscina de cerveza.
Es mediodía. Pienso en comida verdadera. En mi cabeza se funden un lomito italiano de la Fuente Alemana, una gorda chucrut del Elkika y un cerdito relleno con morcilla del Ciudad Vieja. No debes sentir hambre, no debes dejar de comer por más de tres horas, me repito. Pienso en un schop, pero como "muesli", o una papilla hecha con avena, germen de trigo, sésamo y linaza, almendras, nueces y una manzana verde. Como tratando de pensar en otra cosa, pero todos los caminos conducen al sánguche. Es raro. Sin precalentamiento, debo cambiar mis hábitos alimenticios. Yo creo que no tengo.
Mi primer almuerzo es una ensalada de hojas verdes, palta, alfalfa, huevo duro, quínoa, tomate y garbanzos. No uso sal. Uso soya. Tomo agua. Es importante establecer comidas rutinarias, me dicen, o prototipos de desayunos, almuerzos, tentempiés, picoteos y bebidas ortomoleculares. Almorzaré la misma base de verduras crudas y legumbres, cambiando la proteína animal del huevo por pescados, mariscos, algas o un filetito de pavo. El picoteo tipo es un plato con frutos secos o bastoncitos de zanahoria cruda y apio.
7.45 PM. Camino por Providencia. He pensado todo el día en comida. Entro al Lomit's como un zombie hambriento. Me siento y pienso tres veces en pedir ensalada César y agua mineral sin gas. No miro lo que otros comen. Llega el garzón y pido: un crudo de lomo con cinco tostadas con mantequilla y dos cervezas. Así termina mi primer día de alimentación ortomolecular.
Día 2 Despierto y siento culpa. En esta pasada debo ser un monje zen, me digo. Lechada. Frutas. Semillitas. Me llama Nelba y me pregunta cómo estuvo mi primer día. Le digo que súper. Me felicita y me recuerda que esto es un regalo que me cambiará la vida. Más culpa.
Día 5 Mi cerebro reemplazó los sueños eróticos cotidianos por unos zen en los que contemplo y muerdo suavemente un chacarero, y beso a una piscola. Para suavizar el síndrome de abstinencia, mi cuerpo me ha empujado a un par de recaídas. Dos sánguches, cuatro cervezas. No es fácil. Vivo rodeado de comida innecesaria y exceso de alcohol. Si las cosas van bien, celebramos. Si van mal, extrañamente, celebramos. Los entrevistados piden pisco sour, no un café, y los amigos no conciben juntarse sin comer y beber. Noto cierta tensión en el ambiente cada vez que pido agua o jugo natural. ¿Te creís mejor que yo?, es el mensaje telepático que recibo en mi mente.
Día 8 Me sudan las manos. A veces, transpiro repentinamente. Luego siento frío. La prueba de fuego es ver un partido de fútbol con amigotes en un boliche. Resumen: prueba no superada. Lo intenté. Soporté decenas de chistes fomes con el prefijo "orto" y veinte insultos del tipo: "¡Come, homosexual!". Cedí. Comí pan, carne y queso derretido. Empatamos a cero, pero yo salí como un perdedor. Fallar, ya no es divertido. Es ser un débil.
Día 10Me gusta tomar mi lechada en las mañanas y encuentro rico el muesli. Las legumbres me parecen seres inteligentes con caritas de emoticones simpáticos. Hoy miré, mastiqué y saboreé lentamente un brócoli. Fue mi primera vez. Diablos, no sé quién soy.
Día 12Vienen amigos a casa. Le pido a mi mujer que no comente que estoy haciendo una dieta. Lo hace, obvio. Los hombres presentes dicen: "¡Uuyyy!". Los amigos gays y las mujeres se interesan. Me preguntan y contesto como si se esto fuera mi idea. Me dicen que con razón estoy más deshinchado de cara. Es un piropo. Me gusta. Cocino un wok de verduras, y paso piola. Tomo vino y agua. No picoteo nada. Voy bien. Ellos comen torta y se preparan bajativos. Me ofrecen. Digo que no. Sufro. Me ofrecen. Digo que sí. Tomo. Mis amigos dicen que no importa, que mañana hago cien abdominales y listo. La culpa, otra vez.
Día 13 Llamado de Nelba. Me dice que ellos esperan buenos resultados porque notan mi fuerte compromiso y que la única forma de tener resultados en mi organismo es siguiendo las instrucciones al pie de la letra. Doy las gracias y decido no comportarme más como un estúpido. Seré un talibán ortomolecular en las semanas que quedan.
Día 17 Hace días que despierto más temprano. Ya no sudo. Mi mujer me ve sin camiseta y me dice que estoy más flaco. Me hago el cool, pero floto en una nube. Miro el pan con ojos de indiferencia. Nostalgia por la carne: cero. ¿Quesos?, ¿pastas? No me pasa nada. Camino como soldado gringo en Bagdad por el centro de Santiago. Es tierra de baratas tentaciones: schoperías, bares clásicos, picadas, cuadras de salchichas, fritangas y helados. Veo a dos amigos tomando pisco sour a las 5 de la tarde. Según el test de alcoholismo que se usa en las clínicas especializadas, el chileno promedio vive y muere como un alcohólico. Los miro y sigo mi camino. Me siento solo. Llego a mi casa. Como cochayuyo. Sé que nos volveremos a ver.
Día 22 Alerta: asado en la playa. Hace diez días que no como carne ni tomo. Aprendí a pedir agua. Otra técnica es irte justo en el momento en que sientes que podrías lanzarte. Como un trozo de carne y mucha ensalada. Saco un pedazo de longaniza y uno pregunta si puedo, y no puedo. Tomo una copa de vino y nadie dice nada.
Día 24 Salgo de la ducha. Me miro en el espejo. Hace tiempo que no lo hacía. Estoy confiado. Me gusta mi guata. Soy un gordo en transición. Noto que mi piel ya no brilla como la de Dino Gordillo. Mi pelo está suave. Mi cuerpo huele a pasto. Comienzo a acostumbrarme a oír la frase motivacional: "Estái más flaco parece". Camino más erguido. Las indignas pechuguitas se achican y la autoestima sube. Leo en un diario un estudio que sostiene que la gente flaca es más feliz y exitosa.
Día 27 He avanzado un hoyito en mi cinturón. Estoy un hoyo más flaco. O menos gordo. Me creo la muerte. Me pruebo un polerón que me quedaba apretado hace dos meses. Aún me queda apretado. Vuelvo a la realidad. No debo pesarme aún. Bajar de peso no es lo importante, me repito. Siento ganas de ejercitarme. Entro a un gimnasio, miro y me voy. No estoy preparado, me digo. En el semáforo veo a un padre obeso cruzando junto a su hijita de la mano. Camina lento y jorobado. No es una bella imagen. No quiero eso. Hoy renuncié a un trabajo que no me agradaba. Calmo la leve ansiedad con medio kilo de sashimi. Presiento que estoy aprendiendo a controlarme.
Día 29 Anoche tuve una revancha. Superé la prueba de ver fútbol con amigos sin sucumbir a la presión. Nada me perturba. Estos amigos me vieron sólido y comenzaron a preguntar sobre la dieta. Entre chacareros y lomitos, descubro que, en el fondo, todos quieren bajar de peso. Hay algo sofisticadamente poderoso en controlar lo que comes. Mi mujer me cuenta que su mamá y sus tías me encuentran buenmozo. Fantaseamos con la imagen de un tipo rubio y fibroso en zunga trotando en una playa. Ese tipo soy yo. Ahora uso camisas dentro del pantalón.
Día 30 Puedes ganarte un premio Nobel, o ser un Benito Baranda y trabajar día a día en ser un tipo ultrabueno, o escribir un libro que les cambie la vida a miles de personas en el planeta, pero nada -nada- parece importarle más a la gente que el hecho de que un gordo baje de peso. "¡Lo lograste!", me dicen mi madre y mi hermana, al unísono, cuando me ven. Comentan que estoy distinto. Más callado y misterioso, por ejemplo. Es el aura descremada, pienso. He comenzado a sentirme un tipo tranquilo como una roca. Aunque me diga que me ama como soy, sé que ahora le gusto más a mi mujer. Me siento un gordo sexy. La voluntad es afrodisíaca. Mañana sabré si algo cambió científicamente en mi interior. Tengo seguidores en Twitter y Facebook que me preguntan cómo me siento. Y me siento bien.
Día 31 y final. Tengo en mis manos el resultado de mis exámenes comparativos. Hago el mismo recorrido que hace un mes. Entonces pensaba en los ataques al corazón que venían y los 50 años de edad que dicen que tiene mi cuerpo. O tenía.
Leo y me entero que hoy, mi cuerpo es el de un anciano de 48. En cuatro semanas, soy dos años más joven. Mi cintura y caderas se redujeron en dos centímetros, dejándome justo afuera del grupo de riesgo de infarto y diabetes. Mi pulmón está casi sano, porque, sin proponérmelo, he fumado poco. Mi carótida está despejada. Es increíble, pero mis intestinos, críticos en el examen anterior, hoy están desinflamados y alcalinos, casi perfectos. Mi páncreas y mi hígado siguen estresados, pero presentan una leve mejoría. Los niveles de triglicéridos y colesterol no se han modificado. Es probable que los esfuerzos por realizar esta dieta hayan producido un aumento de la ansiedad que se manifiesta en la disminución de la dopamina, me dicen. La depresión leve sigue ahí. Y bajé 5 kilos y cien gramos.
Celebro el éxito de la dieta ortomolecular con mis amigos más tóxicos. Necesito evangelizarlos mientras atacamos un schop y un pan con carne. Regreso temprano a casa. Mi pequeña hija está durmiendo. La miro y pienso algo profundo: que seguir con esta alimentación podría ser un gesto de amor por ella en, al menos, tres dimensiones. En todas paseamos juntos en bicicleta. El día después de la dieta despierto y pienso en una manzana verde. Como lechuga, pimientos, champiñones y lentejas al almuerzo.
Por Werne Núñez.
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AHANAOA A. C.
Miguel Leopoldo Alvarado
Fundador y Presidente